El auge de los himnos nacionales durante el Siglo XIX no es nuevo como expresión de identidad y de unión para los pueblos. Se conoce que para los ejércitos vencedores en las grandes batallas de la Antigüedad, la distinción de los maestros en las letras y demás artes era muy común para honrar a los hombres e inmortalizar las conquistas hasta elevarlas a épicas.
En el tiempo que nace nuestra canción patria, encomendar una oda (los himnos son un subgénero de ella) tenía por finalidad plasmar los hechos recientes de la Revolución de Mayo y las rebeliones que incluían haber vencido a ingleses y otros invasores. El pedido formal fue del Triunvirato, que desde el 25 de mayo de 1810 gobernaba con diversos representantes, a la Asamblea del Cabildo –lo más parecido a un Poder Legislativo porteño- en julio 1812 y como antecedente inmediato se destaca que una obra en un teatro de la ciudad entonaba unas estrofas cantadas refiriendo al valor y a la gloria de los héroes de la independencia. Se presentaron proyectos con letra y música y se eligió el que constaba con la pluma de Blas Parera, primero, y los acordes de Alejandro Vicente López y Planes en 1813. Se hizo público en un ambiente que era muy afín a las ideas libertarias y que congregaba a la crema y nata de la aristocracia local: el salón principal de la casa de María “Mariquita” Sánchez de Thompson.
Otro hubiera sido el destino de nuestro himno nacional si no hubiera mediado la azarosa participación de Don Juan Pedro Esnaola quién tuvo la suficiente memoria para reconstruir la partitura original de Parera, que desapareció de su posesión sin ninguna explicación.
Siendo desde 1813 la marcha patriótica más antigua de las naciones de América Latina, fue acortado a una decima de su extensión en 1900 para ser legitimado por el Decreto Ley 10302 de 1944 como Himno Nacional Argentino.
Hoy a 208 años de su creación, nos emociona cada vez que lo entonamos y seguimos vivando aquello de: “¡Oh juremos con Gloria, morir!”.