En las primeras décadas del Siglo XX, la humanidad había alcanzado un alto nivel de automatización y la masa obrera había pasado a ser un eslabón vital entre los engranajes que producían, entre vapores e impulsos eléctricos, nuevas necesidad para los consumidores.
Algunos líderes ya veían como el cuerpo de los trabajadores se gastaba en las fábricas y los talleres mientras los dueños de ellas disfrutaban del confort y la tranquilidad que el dinero permite. La desigualdad era cada vez más manifiesta y la presión por nuevas y mejoras condiciones laborales estaba a nada de estallar.
En 1919, al sur de todo, obreros metalúrgicos de los Talleres Vasena salieron a reclamar por sus vidas y sus salarios. Un mes antes habían comenzado negociaciones para implementar mejoras en los espacios laborales y ante las constantes negativas de la patronal, empecinada en recuperar rentabilidad ante los efectos nocivos de la guerra europea (Vasena era una sociedad con capitales británicos, principalmente), salieron a hacer sentir su descontento.
Entre el 7 y el 14 de enero, la manifestación en solitario comenzó a ser apoyadas por otros sectores productivos. En tanto, los llamados “rompehuelgas” irrumpían y desataban batallas campales que obligaban a la policía a intervenir pero tomando partido por la patronal en contra de los huelguistas.
La violencia no cesaba y ya eran alcanzados por las balas cualquiera que transitara por la zona haciendo de la huelga una real cacería de brujas y dejando como saldo 700 muertos, desaparecidos y cientos de heridos y detenidos.
La política intervino y medió a favor de una solución con los ejecutivos de Vasena que debieron acceder a las mejoras a costa de un hecho sangriento e innecesario.
La conquista de derechos se la debemos a hombres como los de la Semana Trágica que no claudicaron y lucharon por mejorar la vida de los trabajadores metalúrgicos mostrando que la única batalla que se pierde es la que se abandona.